La semana pasada compartíamos unos días con @Xurxomar en sus dominios compostelanos cuando, camino de algún restaurante exquisito, nos encontramos con una nube de colores. Una nube tenue que iba desplazándose con el viento, mientras que las franjas de colores quedaban prácticamente en el mismo sitio.
Se trata de un fenómeno bien conocido de óptica atmosférica denominado corona (o "nube iridescente" cuando no se aprecian anillos completos). El origen de éste fenómeno está en la difracción de la luz en las pequeñas gotas de agua que componen la nube.
El fenómeno atmosférico por excelencia, con el que nos familiarizamos desde los cuentos infantiles, es el arco iris. En ellos la luz del sol incide en gotas, bastante más grandes que las que forman las coronas (mucho más grandes que la longitud de onda de la luz), y se separa en los distintos colores que la forman por refracción. Todos los colores se "tuercen" como el lápiz en el vaso de agua que viene en todos los libros de texto, pero con distinto ángulo cada uno. En el caso de la corona no ocurre esto, aquí las gotas son mucho más pequeñas, acercándose al "tamaño de la luz" (su longitud de onda), de forma que no penetra en ellas como lo hace en un prisma. Necesitamos otro modelo, otra forma de aproximarnos a la comprensión de la interacción de la luz con esas gotitas, es el fenómeno denominado difracción de la luz.
Cuando las ondas (la luz o cualquier otra) se encuentran con un obstáculo o una rendija, los puntos del borde se convierten en emisores de la misma onda, lo que trae como resultado que los rayos se curven, "bordeando" el obstáculo. En eso consiste la difracción. En la nube, formada por un montón de pequeñas gotas, cada una reemite por difracción la luz que le llegaba. Es como si los rayos del sol rebotaran en cada gota en todas direcciones. Luego, en su camino hacia el ojo con el que miramos, unos rayos interfieren con otros y se anulan y otros se refuerzan. Si en mi ojo coinciden los máximos de las ondas emitidas por unas gotas con los mínimos de otras, el resultado es que se anulan y no veo esas ondas. En otros casos coincidirán máximos con máximos, con lo que esas ondas se refuerzan y se ven más intensas. Es la combinación de esos dos efectos: reemisión por cada gota más interferencia, la que hace que en unas direcciones veamos rojo y en otra amarillo.
En el caso de tener una extensión muy grande de gotas todas iguales y uniformemente distribuidas, el resultado de este fenómeno son unos anillos concéntricos al rededor del sol cuyos colores y tamaños se pueden calcular. Cuanto más pequeñas son las gotas más separados están los colores y se ven más nítidos. Los tonos pastel de nuestra nube compostelana indican que no eran tan pequeñas las gotas. Si las gotas tienen tamaños o espaciados más inhomogéneos, también lo serán las zonas de color, desapareciendo las franjas definidas. En esos casos en los que solo quedan borrones de color es cuando se denominan nubes iridescentes.
Pasar junto a un edificio alto que nos tapaba el sol directo, mejor aún con sus gárgolas, fue providencial ya que la luz directa deslumbra e impide ver las coronas o nubes iridescentes, lo que hace que sea más fácil verlas alrededor de la luna.
La foto la hizo Xurxo. A él y a Eli les agradezco la ocasión de ver la corona y todos los demás momentos maravillosos que nos proporcionaron.
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